Los relatos más bellos del mundo (II)
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Simenon en París (1962)
(viene del asiento del 14 de diciembre de 2018)
A los compiladores de Los relatos más bellos del mundo, supongo que algún responsable anónimo de Selecciones del Reader’s Digest aunque su nombre no figura ni por el forro, debió parecerles obligado que la primera de las piezas reunidas bajo el segundo epígrafe -Investigación y delincuencia- estuviese protagonizada por Sherlock Holmes. Pero me parece excesivo que el detective consultor -como tal se nos presenta en Estudio en escarlata, su primera entrega- comience con sus deducciones desde las primeras líneas, apenas irrumpe en casa de Watson cuando el doctor ya da cuenta de la última pipa luego de una larga jornada de trabajo.
A la postre, creo que esos alardes de las dotes para la observación de Holmes son los que han hecho que El jorobado, la pieza en cuestión, en cierto sentido, me resulte una obra que no responde a las expectativas que ella misma despierta. Al cabo, no se nos dan las pautas para que deduzcamos quien ha sido el asesino, como es el caso en las narraciones protagonizadas por el Auguste Dupin de Poe. Por el contrario, se nos explica que no ha sido el crimen que parece. Es decir, se nos dan unos datos equívocos, se conduce nuestra atención por otro lado.
El asesinato que resolver es el del coronel Barclay, quien ha aparecido muerto en su domicilio. Su esposa, víctima de un fuerte estado de shock, está detenida y acusada de su asesinato. Se cree que el arma homicida es un singular bastón que ha sido encontrado en la escena del crimen. Hay un rastro de un extraño animal en la habitación que -además de cierta reminiscencia de Los crímenes de la calle Morgue de Poe- viene a sugerirnos que las cosas no son tan sencillas como parecen.
Una amiga de la señora Barclay pone a Holmes y Watson en antecedentes sobre un encuentro que la detenida tuvo con anterioridad al crimen con un tipo mal encarado, un tal Henry Wood, el jorobado en cuestión. Cuando nuestros investigadores le interrogan, éste nos cuenta la historia por un procedimiento semejante al que el inspector Hércules Poirot, de Agatha Christie -uno de los discípulos de Holmes, por cierto-, al final de sus investigaciones reúne a todos los implicados en el caso para demostrarles cómo acontecieron los hechos.
Treinta años antes, cuando todos estaban en la India, Wood era un soldado a las órdenes del sargento Barclay. Y también era el elegido por Nancy, la bella hija del sargento de color Devoy, la mujer más guapa de las militaras del regimiento en el que los dos prestaban servicio. El color, y la corrección política con que Conan Doyle hace alusión al dato, me han llamado más la atención que la conclusión del asunto. Barclay y Wood, rivalizaban por el amor de Nancy. De modo que, al sargento, cuando el regimiento se vio sitiado durante un motín acaecido en la India -y debió de ser muy importante, pues no creo que sea iniciativa del traductor que aparezca escrito con mayúscula- se le abrió el cielo al ofrecerse Wood como voluntario para llevar un mensaje a la columna de rescate.
El entonces felón Barclay, no dudó en poner en conocimiento de ello a los nativos. Éstos, apenas abandonó Wood a los ingleses, le estaban esperando para capturarlo. El desdichado perdió la apostura que atrajo a Nancy durante el cautiverio. Mientras Barclay se casaba con ella, el infeliz que la hija del sargento de color había elegido era esclavizado y molido literalmente a palos. Su antigua gallardía dio paso a la joroba durante los tormentos. Cuando al fin pudo escapar, se ganó la vida en la India como ilusionista con una mangosta, el animal experto en cazar serpientes que dejará un rastro en la escena del crimen.
Treinta años después de la traición, cuando Wood consigue el dinero suficiente para volver a Inglaterra, se encuentra fortuitamente con Nancy. Puesta ésta al corriente de todo, se lo reprocha a su marido durante esa discusión, que atestiguan los criados, por la que se la ha detenido. Pero Wood asegura que el coronel Barclay murió de un ataque de apoplejía al volver a verle a él al cabo de los años. Cuando el parte médico certifica que esa misma ha sido la causa del óbito, resulta que no ha habido asesinato.
Así las cosas, el conjunto del relato se me hace como una de esas historias que prometen mucho y concluyen -porque no saben hacerlo de otra manera- con que todo ha sido un sueño de su protagonista.
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Ese hombre por las calles, de Georges Simenon, me ha interesado mucho más, aunque en realidad cuenta mucho menos, que la pieza de Conan Doyle. Empleado en resolver el reciente crimen de un atildado medico vienés, el comisario Maigret organiza una reconstrucción de los hechos en el Bosque de Bolonia, el conocido parque parisino. Parte de esa teoría de que un criminal siempre regresa al lugar del crimen. Pero a nosotros se nos da a entender mientras Maigret va preguntando, a cada uno de los agentes que tiene camuflados entre los curiosos, lo que han observado entre los asistentes a la reconstrucción.
Cuando da con el que considera sospechoso del asesinato, comienza a seguirle personalmente. El tipo, quien resultará ser un polaco que responde al nombre de Esteban Strevzky, al descubrir que la policía le sigue, decide no volver a su casa. Se establece así un extraño duelo entre Maigret y él.
Puestos a ver quién aguanta más en la calle, Maigret cuenta el dinero del que dispone el polaco. Es el que llevaba cuando salió de su casa en la idea de que iba a regresar ese mismo día. Total, que sólo le llega para mantenerse a base de croissants, huevos duros y cerveza, dormir en hostales baratos y matar el tiempo en cines de sesión continua. Lo que sea con tal de no volver a su domicilio, donde le aguardan todas las comodidades que corresponden a un arquitecto, su profesión. Mientras el comisario le sigue, asistimos a su degradación. Tanto es así que, cuando acaba por entregarse a la policía, Strevzky está a punto de dar cuenta de una escudilla de sopa en la beneficencia. Si al cabo decide ponerse voluntariamente a disposición de nuestro policía es debido a una noticia que lee en un periódico donde se da cuenta de la desaparición de su domicilio de su mujer, Dora, al igual que la del propio Esteban. No sabe que ha sido Maigret quien ha ordenado la publicación de dicha información.
Ya en comisaría, Esteban le confiesa que ha estado haciendo tiempo y distrayéndoles, llevándolos a creer que el asesino era él, para que su mujer -a la que sabe autora del crimen del vienés, con quien estaba liada- pudiera huir. Pero Dora ya estaba detenida por el asesinato. Aun así, haciendo gala de esa comprensión, que según dicen sus admiradores tiene Maigret con tanta frecuencia con los culpables, la amistad que parece empezar a unir a perseguidor y perseguido mientras dura la vigilancia en las calles, acabará por nacer.
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Julieta y el mago, del argentino Manuel Peyrou, es un relato de construcción perfecta. Pero tanta perfección acaba por adelantar cuál será el único final posible del argumento. Prudencio Gómez es un ilusionista rioplatense que, cuando empieza a representar su espectáculo en Inglaterra y Escocia, se hace llamar Fang. El público cree que acaba de llegar de Shanghái. En los párrafos anteriores, el autor nos ha puesto en antecedentes sobre la genealogía del mago con tanta precisión que sabemos que de pequeño ayudaba en misa y que se compró los kimonos para convertirse en un falso chino con la herencia que le dejó su padre. Salvo que los kimonos son japoneses, que no chinos -y en este caso no hay error atribuible a la traducción que valga-, las descripciones son tan concisas como breves. Ya digo, perfectas.
Tras cruzar el Canal de La Mancha, como el clásico argentino instalado en París, Fang no tarda en camelar a una francesa, la belle Juliette. La parisina tampoco tarda en abandonar a su compañero y algo más en los escenarios de Montmartre. Y cuando se traslada con Prudencio a Sudamérica, al comprobar que las ganancias junto a él no son las esperadas y no teniendo la bella más patrón sentimental que el dinero, la pasión que siente por Fang remite.
Al punto, este apunte me ha recordado aquel tango escuchado en la voz de Carlos Acuña, Madame Ivonne. La peripecia de Ivonne y la de Julieta son la misma: una belleza del viejo Montmartre que “supo a los puntos del verso inspirar/ pero fue que un día llegó un argentino”. Julieta consideraba que haberse casado con el suyo era “el fracaso de su vida y se vengaba de él de forma minuciosa”. Debo insistir: las descripciones, uno de los pilares del estilo de Peyrou, son en verdad brillantes.
Corre 1937 cuando Venancio, un hombre “humilde y fiel” según se presenta él mismo, comienza a colaborar con Fang y Julieta en el espectáculo. Tres años después, como el propio autor ya nos ha comunicado al anunciar que el infeliz demostrará su humildad y fidelidad con su vida, durante una función es asesinado en escena. “No culpen a nadie. Yo mismo me maté”, afirma con su último aliento.
En efecto, como se ve venir desde que termina de plantearse la narración, corre 1940 cuando Prudencio y Venancio planean asesinar a Julieta de cara al público, simulando un accidente durante la ejecución de un truco. Mas la francesa, oliéndoselo, ocupa el lugar que debió haber ocupado Venancio y viceversa. De modo que el “humilde y fiel” es el asesinado.
Al margen del relato, en su introducción me ha llamado mucho la atención esa afirmación del antólogo en la que sostiene que, de todos “los países de habla española, la Argentina es el que más se ha distinguido en el cultivo del género detectivesco”.
Y ya buscando documentación sobre Peyrou, me ha sorprendido de igual modo que en el artículo que se le dedica en Wikipedia, entre las dignidades merecedoras de su obra, se destaque la de estar recogida entre estas piezas reunidas bajo el título de Los relatos más bellos del mundo.
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Leí Una cama terriblemente extraña el verano pasado. Aunque esta narración de Wilkie Collins aquí aparece con el título de Una cama extraordinariamente rara, el año pasado no me interesó lo suficiente como para volverla a leer ahora. Así que remito estos apuntes a lo anotado entonces en el artículo titulado Una antología de Valdemar (II). Dicho esto, paso a la propuesta de Lord Dunsany, uno de los incluidos por Lovecraft en El horror en la literatura.
Dos botellas de salsa, la pieza que trae a mi lord a estas páginas, viene a dar cuenta de un caso de canibalismo con una sutileza en verdad exquisita, considerando lo execrable del tema. Smithers, su protagonista, es “lo que podría llamarse un tipo insignificante que vive en un ambiente también insignificante”. Es representante de la Num-numo, que según él es la salsa para carne y otros platos más famosa del mundo. De hecho, será este condimento lo que dé la pista para resolver un caso que no ha resuelto Scotland Yard.
Un tal Steeger es sospechoso de haber asesinado a una tal Nancy, una chica con la que se fue a vivir, para quedarse con su dinero. Ahora bien, como no ha parecido el cadáver de la infeliz, a la que se sospecha cortó con un hacha, no se le ha podido detener. La cosa cambia cuando Linley, el compañero de piso de Smithers, una mente preclara de cuya cabeza fluyen sin cesar las ideas, entra en escena. Será Linley, luego de que Smithers le comente todo lo referente al caso, y teniendo además conocimiento de que Steeger adquirió dos botellas de la susodicha salsa pese a ser un conocido vegetariano, quien nos dé a entender que su asesino se comió a Nancy después de matarla.
No hay duda de que éste y el de Simenon son los dos mejores textos reunidos en ese segundo capítulo de Los relatos más bellos de mundo: Investigación y delincuencia.
(continúa en el asiento siguiente)
Publicado el 10 de enero de 2019 a las 05:15.